Estamos en manos de esos extraños. Controlan nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestra desgracia. Lo saben todo de nosotros. Dónde repostamos, dónde compramos la prensa o dónde tomamos un café. Conocen nuestras debilidades patológicas, nuestros instintos más perversos y nuestro horario laboral. Tienen en su poder tus cuentas bancarias, la marca de tu ropa interior, tu seguro de vida y la marca de tus antidrepresivos. ´
Están por todas partes, agazapados y silenciosos como insectos que devoran la carroña de nuestros sueños. Están detrás de ese Papá Noel -cabrón-, detrás de esa empleada sonriente de Carreful, detrás de esas gafas paramilitares que te observan sin movimiento, en las ventanillas de los bancos y las taquillas de cine, en las cafeterías, en los boulevares, en los peajes de la autopista de Jerez, en las bodegas, en las tertulias literarias insostenibles, en la hemerotecas clausuradas, en la papilla de ese niño que llora incansable, en la cándida belleza de esa joven tierna que ejecuta al piano el Ave Maria de Schubert, en los laboratorios de experimentación agroalimentaria de Chipiona, en la Santa Cena, en la casa de Heidi y la de Angela Merkel, en el desayuno de Sarkozy, en los chuches de Rajoy, en el corrector tipográfico del puto Intel-inside, están en el aire y en tu vichyssoise. Son los virus wifi: esos diminutos asesinos.