miércoles, 25 de julio de 2012


Detrás de aquellas lentes había una vieja mirada de zorro siberiano, un mostrar de colmillos incipiente que alertaba a la posible competencia rival de su sagacidad y de su astucia mezquina y parsimoniosa. En la estación de cercanías, agazapado detrás de un anaquel publicitario, pasaba desapercibido para evitar ser observado y previsible y en cuanto el andén se ocupaba de pasajeros en su rostro se dibujaba una extraña mezcla de victoria anticipada y de desasosiego. Los nervios de una situación cotidiana en la que tenía que cursar con una competencia de extraños exacerbaban su motricidad y se colocaba en posición de ignoto espía, como al acecho de una próxima víctima. Y en efecto allí estaban esos desconocidos que hablaban una lengua babélica, camino de la universidad o de algún trabajo mal retribuido, o sencillamente rondando las oficinas del centro para entregar currículos o para realizar un infructuosas entrevistas de trabajo. Pero él, solo él, tenía en su bolsillo la llave de un futuro alentador, la salida de esa miseria de cafés de metro y de colas interminables para acabar en un puesto de trabajo de mierda, fregando retretes o preparando eventos como azafato a tres euros la hora. Aquello iba a acabar para siempre, disuadido como estaba de que la honradez y la moralidad no llenaban la cesta de la compra, ni daban siquiera para tomar unas birras con los amigos y seguir siendo un esclavo de la miseria. Si como decía la célebre frase de aquel filósofo taoísta todo rico es un ladrón o el descendiente de un ladrón, y él no tenía antepasados, antecedentes ni predecesores ilustres en el mundo de la riqueza ni del latrocinio, era evidente que debía iniciar por sus propios medios una nueva estirpe de héroes modernos, sin miedo a la ley, ni a la moral dominante y sobre todo sin miedo al dolor ni a las posibles consecuencias de un error o fallo de cálculo. En su bolsillo llevaba un nombre y una dirección que le sacarían de aquel atolladero con solo mostrar un poco de sangre fría, esa que había desarrollado después de tantos lustros como ilustre contribuyente de las colas del puto desempleo.

jueves, 3 de mayo de 2012

Zombies en Rajoiland

I.
Compromiso. Situación comprometida. Libertad a los redactores de la nueva ley de recortes en compromiso. Oh señor, me han recortao la ayuda en muletas y ahora tengo que ir con las rodillas sin prótesis a la Salvation Army a pedir comida en un carrito de bebé impulsado con energía eólica, que está mu caro el combustible. Me cuelgan los mocos porque no tengo dinero para kleenex ni para lavadoras ni micropollas que calientan el sobre de té sin agua, porque no tengo dinero para pagar a aqualia, ni detergente, y me cantan los alerones porque rexona sí te abandona si no tienes dinero. Me fui a vivir con un cocodrilo; todo es más metodológico desde este momento: el tiburón se come al atún y el boquerón paga los impuestos.
II.
El vino en tetrabrik, el tabaco en colillas, la comida vomitada -está más calentita-. Me crujo un estertor en la parte central trasera y me he cagao,  como Walt Whitman, en los pantalones. Sin dinero para dientistas, con caries en las uñas de arañar la calle y de ser arrastrao por las manifas del Banco central Europeo, donde todo está limpio y todo es mejón.
III.
Todo está lleno de superhéroes: he visto al hombre lobo, al perrito de The artist dando cortes de manga. Una vieja se quita las bragas para hacer una sopa prodrida, esos que buscan en la basura tesoros alimenticios, un bombero suicida y los niños cabrones, hartos de comer basura industrial, bien nutridos, bien ignorantes, con prótesis de platino en los dientes, escupiendo a sus amigas, que también gargajean en lugar de hablar. Menos mal que nunca tuve hijos.
P.D. Hay algo raro flotando dentro del vino.

lunes, 2 de enero de 2012

Crema de puerros fría


Estamos en manos de esos extraños. Controlan nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestra desgracia. Lo saben todo de nosotros.  Dónde repostamos, dónde compramos la prensa o dónde tomamos un café. Conocen nuestras debilidades patológicas, nuestros instintos más perversos y nuestro horario laboral. Tienen en su poder tus cuentas bancarias, la marca de tu ropa interior, tu seguro de vida y la marca de tus antidrepresivos. ´
Están por todas partes, agazapados y silenciosos como insectos que devoran la carroña de nuestros sueños. Están detrás de ese Papá Noel -cabrón-, detrás de esa empleada sonriente de Carreful, detrás de esas gafas paramilitares que te observan sin movimiento, en las ventanillas de los bancos y las taquillas de cine, en las cafeterías, en los boulevares, en los peajes de la autopista de Jerez, en las bodegas, en las tertulias literarias insostenibles, en la hemerotecas clausuradas, en la papilla de ese niño que llora incansable, en la cándida belleza de esa joven tierna que ejecuta al piano el Ave Maria de Schubert, en los laboratorios de experimentación agroalimentaria de Chipiona, en la Santa Cena, en la casa de Heidi y la de Angela Merkel, en el desayuno de Sarkozy, en los chuches de Rajoy, en el corrector tipográfico del puto Intel-inside, están en el aire y en tu vichyssoise. Son los virus wifi: esos diminutos asesinos.