Valen para todo. Las manos. Sirven para rascarse las partes, para llamar por teléfono a urgencias, para pasar las páginas de las enciclopedias, para prepararse un colacao y, sobre todo, y eso lo saben muy bien los ricos, para que las empleen los pobres trabajando. Y los psicólogos, que son un invento de la sociedad postconsumista, reconocen la necesidad de que los adolescentes sean protegidos y de que sólo las empleen en formarse, no trabajando. Pero Dios y la Santísima Iglesia reconocen la necesidad de que existan pobres si no, ¿quiénes iban a levantar el país?
Así es como el trabajo dignifica a los pobres y a sus hijos, empleando las manos para sostener el mundo de los ricos, que reservan sus manos para peinarse el flequillo o esnifar o firmar pagarés. Y lo pobres y sus niños de chapuza en chapuza, para ganar un maldito jornal y mantener de sol a sol sus esqueletos y sus tripas currando.
Los sábados sonaba el despertador a las 8:00 en la mesilla de noche de mi padre que urgentemente me despertaba. Tomábamos un café con leche y ya estábamos camino del tajo. Por ochenta mil pesetas había comprado una parcela en la que iba a construir la casa de nuestros sueños. Pero, claro, su niño de ocho años ya participaba en la elaboración y transporte manual de hormigón armado.
Los hijos de los pobres no son magos, ni guitarristas, ni estudiantes, ni licenciados, ni van de vacaciones a Londres, son sencillamente currantes. Seis cubos de arena, dos cubos de chinos y un cubo de cemento constituyen media liga de hormigón. Y los camiones transportaban los ladrillos a millares. Diez millares son, aproximadamente, diez mil ladrillos que cogidos en tanganete tarda una cuadrilla de cinco niños unas cinco horas en recoger de la calle y meterlos en la obra. Eso que ahora llaman el cuarto mundo. El tajo. El trabajo infantil no es un souvenir de la época de Primo de Ribera. Es algo que lamentablemente todavía no ha sido erradicado de la faz de los barrios obreros.
En verano hacía de peón sistemáticamente. Desde la tierna edad de ocho años iba de paquete en la Mobylette de mi padre al chalet de algún ricachón. El aprendizaje era rápido. Con las manos. Mi padre me enseñó un verano a usar el palín. Parecía divertido a las ocho de la mañana de un 3 de julio.
Coges el mango con las dos manos. Pones los dos pies sobre el borde del palín de hierro y dejas caer el peso de tu cuerpo sobre la tierra roja. Y, casi por inercia, el palín se clava en el barro recién regado con agua de pozo. Un juego de niños. Cuando has aprendido a usarlo llega lo peor. Tu padre dibuja un rectángulo con yeso sobre la tierra. Un rectángulo de siete por cinco y te dice:
-Ya sólo te queda cavar la piscina que va justamente debajo de los trazos.
El Sol te parece entonces una esfera cabrona que irradia malaleche para que tú revientes cavando y cavando como un jodido esclavo. Cuando completas un carrillo de tierra, sólo tienes que llevarlo a una cuba que se encuentra a sesenta pasos de la futura piscina. Y así, carrillo a carrillo, palín a palín, es como los ricos se bañan por el módico precio de cinco mil pesetas el jornal del albañil con peón. ¿Quién ha dicho que no se puede combatir el calor del secarral de Sevilla en agosto? Bastan unas manos baratas...
José Antonio Segura Velasco, Bajos fondos, Ed. del Malandar, Sanlúcar de Barrameda, 2007El resto el jueves 13. Un Abrazo.
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