martes, 4 de enero de 2011

Lo importante no es atesorar libros sino habérselos leído


En otros tiempos mantuve un récord siniestro en la Oficina de empleo: trece años sellando el carné del paro sin que me llamaran ni siquiera para descargar camiones del Toisarás. Mi madre me despertaba del letargo estudiantil y me decía que fuese a sellar el carné para no perder la antigüedad. Yo trabajaba en lo que salía, la barra de un bar, mensajería en vespa, Teleprisa, pintor de brocha gorda. Y un año con suerte me salió un trabajo de corrector para una editorial. Después de acabar una carrera de cinco años, cinco de bachiller, y varios años de desempleo, por fin mis estudios servían para algo. Para ganar esporádicamente unos euros que me permitían vivir unos días como una persona no dependiente. Y esos días me iba a las librerías a comprarme volúmenes que más tarde no servían para comer. Atesorar libros en vez de almacenar viandas. Los libros no disipan el hambre pero ahuyentan el mal del pobre. Pobre en comida pero llena la memoria. 
Después de atesorar algunas colecciones a lo largo de la edad adulta, todos los libros viajaron hacia otros estantes mejor guarnecidos que los nuestros y los legados que quedaron en nuestra casa eran una miscelánea nada culta que cualquier esnob podía desacabalar argumentando una falta de estilo, una mala encuadernación,  una pésima selección de la edición o una traducción poco ortodoxa, en fin la biblioteca de un pobre.
Cuando llego a la casa de algún amigo que después de varios lustros atesora enciclopedias, volúmenes de literatura francesa, prosa rusa, y todos los ejemplares que heredó de sus progenitores, pienso: nací desnudo de papeles, de riquezas, de libros, de recuerdos mágicos de familia, nací sin piano, sin tomavistas, sin despensa ni anaqueles, sin clases de conservatorio, pero al menos no soy gilipollas, ni tontoelculo y no leo bestsellers, ni mi formación fue la adecuada en un colegio marianista, ni me pagaron viajes a colonias jesuíticas. Por todo ello agradezco la cuna que me dieron mis padres judíos, mis vecinos gitanos mis maestros pobres y el habitual desabastecimiento de la alacena y de la biblioteca de mis padres. Orgullo proletario y justicia. 

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