¡Pobre de mí, que no soy de aquí ni soy de allí! Desahuciado por mi familia, olvidado y repudiado por mis amigos, no tengo vecinos, ni compañeros de trabajo, mi perro levanta la pata y orina sobre mis zapatos. Mi memoria no me lleva más allá de la puerta de urgencias, no sé si fumo, si soy abstemio o si me gusta la comida cantonesa. Todo está por empezar pero no soy un niño. El psicólogo y el cirujano creen que debo tener alredeor de cincuenta años. Tengo ligeras sospechas de haber trabajado con las manos, ya que éstas son duras y rugosas como tenazas. Me consternan unas flores y un cáctus que veo sobre la mesilla y recuerdo la imperiosa necesidad de aire libre, de bahías pobladas de gaviotas. De repente la imagen de un hombre que no conozco reflejada en el agua de un charco, me recrimina observándome como un espectro. Ahora debo salir al mundo y lucir mi completa vulgaridad de desconocido, volver a emprender la defensa entre extranjeros, foráneos, extraterrestres. Si yo soy un desconocido para ellos, ellos son recíprocamente desconocidos para mí. En mi vida hay más extraños que en las suyas. Pero no me importa. En la calle me espera mi perro, cuando salga de este hospicio. Iremos a pasear por el muelle y a buscar un rincón donde dormir. Es mi única familia y tengo que cuidarlo.
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