Detrás de aquellas lentes
había una vieja mirada de zorro siberiano, un mostrar de colmillos incipiente
que alertaba a la posible competencia rival de su sagacidad y de su astucia
mezquina y parsimoniosa. En la estación de cercanías, agazapado detrás de un
anaquel publicitario, pasaba desapercibido para evitar ser observado y
previsible y en cuanto el andén se ocupaba de pasajeros en su rostro se
dibujaba una extraña mezcla de victoria anticipada y de desasosiego. Los
nervios de una situación cotidiana en la que tenía que cursar con una
competencia de extraños exacerbaban su motricidad y se colocaba en posición de
ignoto espía, como al acecho de una próxima víctima. Y en efecto allí estaban
esos desconocidos que hablaban una lengua babélica, camino de la universidad o
de algún trabajo mal retribuido, o sencillamente rondando las oficinas del
centro para entregar currículos o para realizar un infructuosas entrevistas de
trabajo. Pero él, solo él, tenía en su bolsillo la llave de un futuro
alentador, la salida de esa miseria de cafés de metro y de colas interminables
para acabar en un puesto de trabajo de mierda, fregando retretes o preparando
eventos como azafato a tres euros la hora. Aquello iba a acabar para siempre,
disuadido como estaba de que la honradez y la moralidad no llenaban la cesta de
la compra, ni daban siquiera para tomar unas birras con los amigos y seguir
siendo un esclavo de la miseria. Si como decía la célebre frase de aquel
filósofo taoísta todo rico es un ladrón o
el descendiente de un ladrón, y él no tenía antepasados, antecedentes ni
predecesores ilustres en el mundo de la riqueza ni del latrocinio, era evidente
que debía iniciar por sus propios medios una nueva estirpe de héroes modernos,
sin miedo a la ley, ni a la moral dominante y sobre todo sin miedo al dolor ni
a las posibles consecuencias de un error o fallo de cálculo. En su bolsillo
llevaba un nombre y una dirección que le sacarían de aquel atolladero con solo
mostrar un poco de sangre fría, esa que había desarrollado después de tantos
lustros como ilustre contribuyente de las colas del puto desempleo.
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