domingo, 6 de agosto de 2017

Ahí viene la sierpe

Estaba allí. La serpiente. Mi perro le ladraba y ella sinuosa se reía de la mirada hueca de todos. Lo más cerca de la muerte que habíamos estado todos. Arrastraba el alma de mi perrita Lula, alma de luz, alma apagada hacía solo unos días. En la única pesadilla, reiterada como un castigo del que nadie tenía culpa, la perra me llamaba, pero yo no podía hacer nada por tocar sus patas que se alejaban en un pozo sordo e infame. Matar a ese sórdido ser sin extremidades que rastreaba nuestra siniestra intimidad familiar. Un árbol hacía de cueva del averno por el que teníamos que pasar bajo aquella serpiente sí o sí para salir de casa, encima. Inclinar las rodillas ante un ser que había robado la luz  de mi casa. Pero ante la advertencia de nuestro amigo agente biólogo de no considerar el hecho como una amenaza sino cono una buena nueva que arrastra lo necesario al terreno del ya no hay más, dejamos correr aquel sistema gástrico, sin extremidades y de lengua viperina, como tao, karma, destino, por no interrumpir lo escrito antes de que hubiésemos nacido todos, mi perro, mi mujer y yo.

A veces sueño que me ve y me dice todavía no es tu hora, duerne.


Lula, la diosa de los perros.

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