El sexo es la llave de ese paraíso que la religión quiere clausurar a toda costa. Es algo placentero, gratuito y relajante, sirve para comunicarse, para expresarse, para mantener el corazón y las neuronas a salvo de un colapso. Es objeto de las más ridículas represiones católicas, que conciben la reproducción como único motivo para el ayuntamiento carnal, con la prohibición expresa de usar barreras que impidan el intercambio de fluido vital, ese de las palomas y las vírgenes. Además de ser un claro aliento a la difusión de enfermedades de transmisión sexual (ETS), y una clara y decidida relegación de la mujer al mero papel reproductivo, condenando el placer como algo diabólico. Y toda esta visión cigótica de los reflujos corporales excluye igualmente cualquier práctica no ortodoxa de la fornicación: la homosexualidad en cualquiera de sus formatos -cura con cura, monja con monja- así como la ancestral práctica onanista con la que todos y todas entramos en calor en las gélidas noches de invierno, matándonos a pajas. Pero incluso en la más secreta de las intimidades dios, que es negra, nos observa apuntándonos con su rayo para machacarnos por pervertidos, cuando sus representantes en la tierra son el mayor ejemplo de lascivia y de pútrida concupiscencia, pero ellos tienen el perdón de la Banca Vaticana y de Gescartera. Fdo.: José Antonio Segura Velasco. Fotografía de Pier Paolo Pasolini
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