La vida no vale nada dice una vieja canción. No sé, se me antoja escurridiza la razón que algunos buscan para no sentir el vacío de la existencia efímera. En nuestro paso por la vida sólo pasa por nosotros ese fuego en forma de humor -médulas que han gloriosamente ardido- algún que otro vaso de vino, o botella, o barrica de roble americano de ida y vuelta. Una vez pensé que el día de mi retiro laboral me iba a dedicar a envejecer vino, una pequeña bota de seiscientos sesenta y seis litros -tengo predilección por las cabras-. Pero poco a poco fueron pasando los años, envejeciendo el cabello las fotografías, arrugando la piel la gravedad, deshaciendo los músculos y huesos y tendones el pesado rigor de las horas. Los dientes, la boca, los arcos ciliares, el mentón, la forma afilada del gesto ahora rechoncho, todo en la foto viva es más viejo, menos recatado, menos ingenuo, con el dolor integrado en la mirada, la falta de credulidad en las ya gastadas horas...y el vino envejeciendo en la bota, el dorado caldo de la horas concentrando la pulpa del desenfreno y las manos macilentas cogiendo el vaso, tomando el pulso a la fuerza que perdimos. Esa corriente apagada que llega hasta engañarnos, el garzón de Ida mostrando el vientre orondo del Buda de las borracheras infames, bodeguero del olvido para el dolor nombrado. La petulancia del joven Orfeo inmortalizado en mármol a la intemperie etrusca, llovido de lluvia y vino, por las lágrimas de Eurídice, el más amargo vino. Agarrado a las sombras de un amor perdido, bebiendo el agua de los charcos y destilando el vacuo dolor de la vida.
José Antonio Segura Velasco.
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