la de mi amigo Rupertino
que empeñó su desinterés
en siempre inútiles empresas:
exploró reinos explorados,
fabricó millones de ojales,
abrió un club de viudas heroicas
y vendía el humo en botellas.
Yo desde niño hice de Sancho
contra mi socio quijotesco:
alegué con fuerza y cordura
como una tía protectora
cuando quiso plantar naranjos
en los techos de Notre-Dame.
Luego, cansado de sufrirlo,
lo dejé en una nueva industria:
«Bote Ataúd», «Lancha Sarcófago»
para presuntos suicidas:
mi paciencia no pudo más
y le corté mi vecindad.
Cuando mi amigo fue elegido
Presidente de Costaragua
me designó Generalísimo,
a cargo de su territorio:
era su orden invadir
las monarquías cafeteras
regidas por reyes rabiosos
que amenazaban su existencia.
Por debilidad de carácter
y amistad antigua y pueril
acepté aquellas charreteras
y con cuarenta involuntarios
avancé sobre las fronteras.
Nadie sabe lo que es morder
el polvo de la derrota:
entre Marfil y Costaragua
se derritieron de calor
mis aguerridos combatientes
y me quedé solo, cercado
por cincuenta reyes rabiosos.
Volví contrito de las guerras:
sin título de general.
Busqué a mi amigo quijotero:
nadie sabía dónde estaba.
Lo encontré luego en Canadá
vendiendo plumas de pingüino
(ave implume por excelencia)
(lo que no tenía importancia
para mi compadre obstinado).
El día menos pensado
puede aparecer en su casa;
créale todo lo que cuenta
porque después de todo es él
el que siempre tuvo razón.
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