Ya sé que nunca ganaré suficiente dinero para comprarme un Mitsubishi L 200. Pero es que tampoco lo necesito. Tengo una profunda crisis de valores y creía que mi autoestima se iba a recuperar poniéndole cilindros a mi churripausia. Pero no valen los porshes ni los audis ni las amotos de agua, ni los mercedes de lujo. No valen los chaleres de lujo con dos águilas en las columnas de entrada. Ya no me sirven los estertóreos altavoces de 5000 watios, ni dar vueltas eternamente por el paseo marítimo para vacilar de 4x4. Mi crisis es más profunda que la que tienen todas las tiendas de coches del kilómetro 635 de la carretera de Jerez, más profunda que la que arrastró al banco mundial a la quiebra, o la que destrozó wall street y a las cajas de ahorro de toda España. Ya no me sirve la cocaína, ni el miorelax, ni las clases de baile de salón, ni la fisioterapia, ni el jijitsu, ni la visitas al garden. Y es que nadie me quiere, todos me han olvidado y abandonado, mi madre, mi novia, mis vecinos, los 4.700.000 desempleados de España. Todos me odian porque soy un ladrillo.
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